El día comienza semejante al anterior. Las “motosierras” del viaje estaban repartidas en ambas habitaciones, de modo que ningún viajero estuvo a salvo de tener una noche aceptable en términos de sueño. Nuestro amable y acogedor casero hindú no se presentó esta vez, y el desayuno tuvo algunas carencias con respecto al del día anterior. No obstante, y a pesar de múltiples quejas, se devoró sin dar tregua.
Un comando salió hacia el parking a buscar al sexto viajero, mientras que los demás abandonaban el alojamiento de dudosa legalidad y esperaban para partir todos hacia el sur, rumbo a la siguiente parada de nuestro viaje, las ruinas de la antigua ciudad de Pompeya.
En el camino pudimos apreciar la excelente capacidad conductora de los ciudadanos del país de la bota. La salida de Roma fue cuanto menos divertida, con su siempre admirable predisposición a respetar las normas de tráfico, y el viaje hasta Pompeya se caracterizó por un gigante radar de tramo que cada cierto tiempo vigilaba que los prudentes y respetuosos autóctonos continúen en la senda del respeto al volante.
Una vez arribamos, la información previa a nuestra llegada nos permitió anticipar la escasez de bares y cafeterías dentro de las ruinas de la ciudad, luego nos acercamos a una famosa cadena de supermercados a comprar comida y una respetable cantidad de manzanas, agua y cerveza para las próximas horas.
No obstante, debido a la hora que era, cercana al mediodía, decidimos hacer honor al aclamado y célebre actor español Paco Martínez Soria, y sacamos la comida en el parking de Pompeya para comerla antes de entrar. Las caras de los visitantes de otros países hacían ver que no habían visto películas como “Abuelo Made In Spain” o “El Calzonazos”. Ellos se lo pierden.
La entrada a Pompeya (la antigua, la que está en ruinas, alrededor hay Pompeya “normal”) ya dejaba ver cómo iban a ser las siguientes horas. Un calor sofocante y demoledor se cernía sobre los futuros visitantes antes de comprar la entrada. El ya famoso invento italiano de nombre curioso compuesto por rociador de agua y ventilador se antojaba insuficiente ante tal demostración de poder solar, y tuvimos que hacer turnos en la cola para comprar los tickets de entrada.
La visita a dicha ciudad fue bastante más satisfactoria de lo que prometía al principio con el sofocante calor sobre nuestras cabezas. Pudimos ver las diferentes clases sociales que había en aquella época en función del lujo de sus casas, realmente bien conservadas. Sin duda, la que más admiración nos produjo fue la de “Casca Longus”, importante figura en el antiguo Imperio Romano, cuya historia de vida, marcada fuertemente por la epicidad de sus actos, fue vilmente masacrada por una guía que pudimos escuchar levemente en la lejanía al mismo tiempo que recorríamos su vieja aunque espectacular morada.
Figuras fálicas talladas en las piedras se sucedían a lo largo de las ruinas, todas apuntando en dirección al prostíbulo de la ciudad, curiosamente la construcción más concurrida de turistas de todas las disponibles.
También la clasificación de las columnas según el tipo de arte romano dio que hablar en nuestro paseo, así como los lanzamientos desde la línea de tres de otros visitantes que fueron taponados por nuestros agudos oídos y posteriores réplicas. Muy digno de mención.
La visita estuvo marcada por la entrada en el anfiteatro de Pompeya, con una espectacular interpretación a capela del tema principal de Gladiator, bajo la atónita y asustadiza mirada de curiosos contemporáneos; así como por la salida del mismo, con una euforia descontrolada, incluyendo el tema de Jurassic Park en nuestro repertorio. No intenten comprenderlo.
En un afán de descontrol musical puro, la música clásica invadió el ambiente de mano del teléfono de uno de los viajeros. Eso propició que otros turistas adquirieran el punto de confianza necesario para lanzarnos un aluvión de dudas y cuestiones sobre las ruinas, tanto de otras nacionalidades como de la propia (con la pregunta sobre “Big Head Estatue” y la posterior vergüenza del niño que la formuló al saber que hablaba con españoles). Por supuesto ninguna obtuvo respuesta, solo éramos unos chiflados escuchando a Pavarotti.
Salimos de aquella urbe para dirigirnos al que sería el final de esta etapa, la ciudad de la provincia amalfitana, Salerno. Antes de llegar, decidimos que podríamos cerrar el día y dar paso a la noche dándonos un baño en las templadas aguas del mar Tirreno. Tras una molto pericolosa carretera atracamos en Maiori, bonito pueblo de la provincia anteriormente mencionada. Un baño y unas cervezas Nastro Azzurro en un chiringuito cerraron ese día, antes de poner rumbo a Salerno.
Pero como nos sucedió a lo largo de todo el viaje, y a pesar del agotamiento por la actividad física de la jornada, el día estaba lejísimos de finalizar. Mientras tres de los viajeros se instalaban en el hotel Ave Gratia Plena (albergue juvenil, aparentemente de la iglesia, muy bien tratado. Nota general: buena), los otros dos fueron a dejar al viajero mecánico en su parking. Esto requiere capítulo aparte:
A la llegada al aparcamiento subterráneo, tras perdernos dicho sea de paso, el dueño del parking (de unos cincuenta años y profunda alopecia) nos indica que vayamos hacia el fondo, mientras él entrega un coche a otros usuarios. Avanzamos por el pasillo del aparcamiento, y al finalizarlo giramos levemente para entrar a otra zona, puesto que no había sitio en los lugares anteriores. El hombre, aparentemente conforme con la maniobra, empieza a entonar un “Okey!” con contundencia y gran sonoridad. Su voz, encuadrada en un poderoso tenor, rozando el barítono, retumbaba con fuerza en las paredes y techo del parking, una y otra vez… “Okey!! OKEY!!”. Su aprobación a nuestra maniobra era firme, sin duda. Continuamos con la marcha del vehículo hasta que empieza a caminar hacia nosotros, con los ojos muy fuera de sus órbitas, venas que seguramente no existan saliendo de su despoblada frente, esputando saliva y rojo como un tomate: “OKEEEEY!!!”, nos gritaba, con todas sus fuerzas, a punto sin duda de un fallo en su organismo. En ese momento nos hizo entender que lo que quería era que detuviéramos el vehículo. La negociación fue de todo menos seria. El hecho de aguantar la risa mientras el hombre se hacía entender en un italiano un tanto inventado, hizo desconfiar, al menos a un servidor, de dejarle las llaves del preciado vehículo. Pero así fue. Total, el precio convenido era más que aceptable.
Al llegar al hotel, uno de los viajeros trató, tras varios improperios e insultos a la puerta, al dueño del alojamiento, y a la patria que pisábamos, abrir con su tarjeta una habitación que no era suya. Sin duda el “okey” había hecho mella en nuestros cerebros.
La cena transcurrió con normalidad. Pizza, alguna picante, con una camarera cuanto menos estrafalaria, con un tono de voz bastante alto (debe ser cosa de la zona). Y unos vecinos comensales inusuales, destacando uno de ellos con mono de fumador (pidió cigarros sin pudor al resto de las mesas) y unos calcetines blancos subidos hasta los hombros. El marco: incomparable. Surgió en ese momento la idea de hacer tarjetas y entregarlas a estos personajes, para que la gente supiera que iba a salir en este documento. Se merecen saber que tienen un hueco en nuestra memoria.
Tras la cena, un breve paseo por el paseo marítimo cerró el agotador día.