La noche transcurrió con relativa normalidad. Todo el mundo destapó sus cartas e hizo valer sus “cualidades” a la hora de dormir. Dos fueron bautizados como “motosierras” por su espectacular concierto de trompeta en Do menor durante la noche, mientras que otro viajero dedicaba sus fases REM a hablar y contar historias a medias. Los dos restantes tendrían en cuenta estas peculiaridades para posteriores repartos de habitaciones.
Suaves golpes en la puerta anunciaban el desayuno prometido por nuestro simpático casero hindú, el cual llegó con muestra de gran abundancia. La calidad no brillaba especialmente, pero no importaba en ese momento, el caso era comer cuanto más mejor.
Tras el desayuno pusimos rumbo al Coliseo Romano. Una vez en las inmediaciones de este, el calor en aquella temprana hora se antojaba absurdo, y la ingente cantidad de humanos que rodeaban los accesos hacían imposible una visita al mismo. En incontables ocasiones, improvisados guías nos sugerían sus servicios para entrar más rápidamente y saltar la infinita cola. Pero entre el sofocante calor, y los asedios de los vendedores ambulantes de botellas de agua y palos para selfies que nos abordaban a cada paso (hasta el punto de desquiciar gravemente a más de uno), el grupo decidió abortar la misión y dar una vuelta por algunos de los monumentos que se visitaron el día anterior, con la hora de comer en el horizonte, pensando en retomar la visita al Coliseo tras la misma.
El paseo por el centro de Roma fue según lo esperado. Gente, gente y más gente por todas partes impedían hacerlo de una forma que se acercara a la comodidad. Además, había que sumar a la ecuación la elevada temperatura, que hacía que las camisetas de nuestros viajeros se decoraran en caprichosas formas geométricas causadas por la extracción de sales minerales a través de la dermis.
A través del foro romano llegamos a la Piazza Venecia y de repente, mientras nos acercabamos al Panteón, ante nuestra sorpresa aparece el coche de Google, que nos inmortalizaría en nuestras andanzas por las calles de Roma. Otro check.
Algunas instantáneas de Panteón, Piazza Navona, y poco más, fue lo que los cuerpos aguantaron antes de comer.
Para comer nos habían recomendado un restaurante en el centro, pero como ya indicamos el cuerpo pedía una tregua al incesante calor, y entramos a una pintoresca tasca para tomar un refrigerio en forma de zumo de cebada. La misma se llamaba “Cantina & Cucina”, y era en sí un restaurante. El amable dueño, al indicarle que solamente queríamos tomar una cerveza antes de comer, nos indicó que nos sentáramos en el comedor mismamente, sin ningún tipo de presión. Su plan no era el mismo que el nuestro.
Cuando nuestros gaznates estaban agradeciendo la presencia de líquido frío, nuestro amable italiano se presentó con una breve muestra de trozos de pizza, que puso a modo de tapa. Este hombre era un genio del marketing. El difunto Steve Jobs, un aficionado a su lado. Debió ver nuestras caras de agotamiento al entrar y decidió poner cebo para pescar. Y vaya si lo hizo. Aproximadamente 15 segundos después de su maniobra estábamos pidiendo la carta dispuestos a vaciar su despensa de ese manjar.
Con los ánimos renovados tras semejante banquete, nos dirigimos al Coliseo con la esperanza de que se hubiera relajado el tumulto. Parece que así fue, accedimos en cuestión de minutos al interior, con la correspondiente y ya esperada decepción por parte de los viajeros dada la lamentable restauración llevada a cabo en su interior.
Nuestra siguiente parada era Ciudad del Vaticano. Los viajeros, ataviados con pantalones cortos cual colegiales, descartaron acercarse al hotel a cambiar por pantalón largo. Había riesgo alto de asfixia. Simplemente se decidió probar suerte y tomar un taxi hasta allí.
Al ser cinco, conseguir taxi con más de 5 plazas era el objetivo. Una vez localizamos uno, su honrado conductor nos indicó que el precio del viaje era 27 euros. Tras la indignación del grupo, apareció como un salvador el mismo taxista que ya nos llevó la anterior vez hasta el Coliseo, y nos ofreció el viaje por el precio del taxímetro. Finalmente fueron 12 euros con la propina incluida. No requiere más explicación.
La visita al Vaticano tuvo numerosos momentos destacados. En la cola para pasar el control policial, un hombre de rasgos asiáticos, muy posiblemente apellidado Viyuela, quiso colarse tras varios avisos de los Carabinieri allí presentes, y posteriormente hizo varias fotos al control. Eso provocó un momento de gran tensión con el equipo policial, con manos en las armas incluidas.
Tras el paso por la fuente de “agua vaticana” presente en la antesala de la Basílica, anunciada previamente por dos de los viajeros que repetían visita como gran fuente de sabiduría y vida, emprendemos la subida por la larga escalera hasta culminar la cúpula.
La subida, irónicamente dado el lugar en el que nos encontrábamos, fue un auténtico infierno. Calor, estrechez, ritmo excesivamente lento dadas las colas… Nuestros ya de por si delgados* cuerpos (*no) sufrieron una bajada de peso importante debido a la alta sudoración provocada por el esfuerzo. La vista desde la cúpula mereció la pena. No obstante, todo nuestro sufrimiento quedó ahogado en la miseria, cuando de una manera que se antojaba irreal a los sentidos, hizo su aparición en lo alto de la cúpula un personaje ataviado por un impecable traje de pana color rojo granada, con cuadros blancos, perfectamente conjuntado de pies a cabeza, con su camisa y zapatos, perfectamente peinado y sin rastro de sudor. Aún no es explicable cómo pudo aparecer la ínclita figura en cuestión en aquel lugar sin muestras de flaqueza, pero para reírnos un buen rato sí que nos sirvió.
La bajada fue algo más suave en cuanto a condiciones de salud se refiere, incluyendo un magnífico check vaticano de alguno de nuestros intrépidos viajeros. Una vez entramos en el interior de la Basílica de San Pedro, pudimos apreciar como diferentes turistas no reparaban en nivel de herejía para obtener su preciada foto que colgar en redes sociales. Todo sea por los “me gusta”.
Saliendo de la misma, y finalizando la visita al minúsculo país, aún dio tiempo a que algún viajero fuera reprendido simplemente por sugerir alguna curiosa actividad con los impertérritos guardias suizos. En realidad, nada que se saliera de la tónica habitual del grupo.
Una vez de vuelta en el país de la bota, y tras dejar atrás el castillo de Sant’Angelo, decidimos descansar en un pintoresco bar que preparaba música en directo. Descansar implicaba disfrutar de ese magnífico y perfecto formato de 66cl que ofrecían las grandes marcas de cerveza italiana. Hay alguna que otra cosa que aprender de nuestros vecinos Mediterráneos.
Una vez retomado el paseo, hicimos una breve parada en Piazza del Popolo, con fotos subidos en los leones de la plaza. Aunque fue interrumpida por una actitud más que arisca de uno de los viajeros, que tenía la imperiosa necesidad de ir al baño. Su salvación fue el bautizado como “furgones”, el miembro del grupo que cuando se lo proponía, aparecía un taxi de +5 plazas de manera instantánea.
Una vez en casa, y tras una obligatoria ducha después de la incesante pérdida de líquido, nos dirigimos con el sexto viajero al Trastevere, en la orilla del Tíber, para cenar. La cena, compuesta fundamentalmente por pasta y pizza (aún tendríamos tiempo para cansarnos de ello) fue amenizada por una barcaza que navegaba por el río, ida y vuelta, y cuyo pasaje interpretaba una ópera en directo. No somos grandes expertos en ópera, pero al menos resultó curioso.
La noche finalizó con una tour para enseñarle a nuestro compañero alemán la capital de Italia, y que pudimos inmortalizarlo frente a diferentes monumentos de la misma.
El día fue muy intenso, y tras el último paseo por Roma, caímos rendidos en el hotel, sabiendo que el día siguiente no se iba a quedar corto.